La experiencia de una mujer que venció la enfermedad.
En 1975, mientras mi esposo me llevaba desde el hospital a mi casa, tras la extirpación de un seno, no podría haber imaginado que algún día sentiría lo que siento ahora por el cáncer de mama. En aquella época me lamentaba de mi suerte y me sentía muy sola.
Hace 32 años no se me habría ocurrido que, en realidad, me beneficié con el cáncer de mama y que me hizo más feliz. No lo estoy recomendando, por supuesto, pues una sufre mucho cuando se entera de que el bulto que hemos tratado de ignorar es maligno, y cuando nos vemos tan desfiguradas que estamos seguras de que ningún hombre volverá a considerarnos atractivas.
Lo cierto es que el cáncer me hizo más lista. Cuando se trata de médicos, ahora puedo distinguir entre personalidad y capacidad. En un mundo perfecto, los médicos serían bondadosos y competentes a la vez, pero no siempre es así.
También he llegado a comprender que los amigos que me evitaron en aquel momento no eran insensibles; simplemente no tenían idea de qué decir. (Lo que hay que decir es: “¿Cómo estás?”, y si la persona quiere hablar de ello, lo hará.) La mayoría de la gente es tan amable cuando estás deprimida, que sólo de pensarlo se me aguan los ojos. ¡Te llevan comida! Y te dicen lo valiente y maravillosa que eres, aun si no es cierto.
El cáncer mejoró mi gusto en materia de hombres. Ahora la bondad me parece una cualidad esencial. Mi primer esposo no era un canalla, pero tampoco era un primor. Encontré uno, por cierto, y llevamos casados 28 años.
La reconstrucción es increíble: me puse unos implantes salinos que son como dos pequeñas camas de agua. No tengo los pechos caídos y, lo que es mejor, ¡no necesito sostén! Mis amigas están celosas.
Pero la principal ventaja es la gratitud de haber sobrevivido a una enfermedad mortal. A veces lo olvido (cuando se descompone mi auto), pero la gratitud siempre vuelve. Como el sol.