Tomar la vida con gratitud es una buena manera de disfrutarla.
El primer día de los 30 que decidí llamar “un mes de gratitud”, mi hijo, de cinco años, se despertó a las 5.15 de la mañana diciendo que estaba “aburrido”; el termotanque de agua dio sus últimos suspiros cuando me iba a duchar, y descubrí una boleta de multa por exceso de velocidad en el bolso de mi esposa. Normalmente, habría empezado a quejarme, y eso hubiera sido un mal comienzo del día para los tres. Sin embargo, este día era diferente. Pensé: ¡Qué lindos hoyuelos tiene mi hijo en las mejillas, incluso a esta hora infame! ¡Qué bueno que a mi mujer le gusten las emociones fuertes! Todavía tenía 29 días por delante.
Apenas una semana antes, mientras rumiaba con fastidio la idea de que me habían puesto en este mundo sólo para lavar los platos, decidí que ya era hora de terminar con mis quejas improductivas. Comprendí que me amargaba la vida por pequeñeces, y que algunos de mis amigos de pronto afrontaban problemas realmente serios: un diagnóstico de cáncer, el divorcio, la pérdida del trabajo. ¿Acaso yo no debía celebrar mi relativa buena suerte?
Había oído hablar de los beneficios emocionales de tener una actitud de gratitud; lo que no me quedaba tan claro era cómo pasar del descontento a la placidez. Deseoso de obtener algunos consejos, me puse en contacto con Robert A. Emmons, profesor de la Universidad de California, en Davis, y pionero en la investigación sobre los beneficios del pensamiento positivo. Emmons citó nuevos estudios que aseguran que incluso fingir el agradecimiento aumenta nuestra producción de serotonina y dopamina, sustancias asociadas con el placer y la satisfacción. “Viva como si sintiera gratitud –me dijo–, y aflorará en usted el sentimiento real”.
Me aconsejó anotar, durante una semana o un mes, todas las cosas por las que siento gratitud. Un importante estudio reveló que las personas que registraban sus motivos para estar agradecidas se sentían un 25 por ciento más felices después de 10 semanas que las que no lo hacían. Incluso mejoró su actitud respecto de su trabajo, y hacían ejercicio una hora y media más por semana.
Emmons me había convencido, pero mi primer intento por hacer una lista de motivos de gratitud resultó muy pobre: “1. Café. 2. Siestas. 3. La cafeína en general”. A medida que crecía mi lista, me sentí más animado: “114. Arándanos azules recién recolectados. 115. El Álbum Blanco de los Beatles. 116. Que yo no sea pelado”.
Al tercer día, la lista ya era enorme. Como si acabara de ganarme un Oscar, les daba las gracias a los que embolsan la compra en el supermercado y a los padres que llevan a sus hijos al parque, y pegaba notitas en la heladera para acordarme de todas las personas a las que tenía que agradecer al día siguiente: la maestra de jardín de mi hijo, el cartero y muchas más. Sin embargo, ser tan exhaustivo empezó a cansarme. Los expertos llaman a esto “el efecto de juramento a la bandera”. “Si uno exagera la gratitud, pierde su sentido, o, peor aún, se convierte en una tarea”, me dijo Martin E. P. Seligman, autor del libro La auténtica felicidad, cuando le mencioné mi agotamiento repentino. Y me dio un consejo: “Sea selectivo, y concéntrese en agradecer a esos héroes de su vida a los que nunca ha reconocido”.
Luego me sugirió hacer una “visita de gratitud”. “Piense en una persona que haya dejado una huella profunda en su vida y a quien nunca le ha dado las gracias debidamente. Escríbale una carta que exprese su agradecimiento en detalle y con palabras concretas; luego vaya a verla y léasela frente a frente”. Y me advirtió: “Será una experiencia muy conmovedora para los dos. Prepárese para las lágrimas”.
De inmediato recordé a la señorita Riggi, mi maestra de literatura de segundo año de la secundaria. Ella fue la persona que me hizo descubrir a Hemingway, Faulkner y otros gigantes de las letras. También fue la primera que me alentó a escribir. Hasta el día de hoy, sus consejos son mi guía (“Jamás seas aburrido”, es uno de ellos). Pero ¿alguna vez le di las gracias? ¿Alguien más le expresó gratitud? Luego de hacer varios llamados telefónicos, descubrí que, después de casi 40 años, seguía dando clases en el mismo distrito escolar. Reservé pasajes de avión a mi ciudad natal, Scranton, Pensilvania, para mi hijo y para mí.
Faltaba una semana para el viaje, así que seguí ejercitando mi creciente músculo de la gratitud. Sonya Lyubomirsky, profesora de Psicología de la Universidad de California, en Riverside, y autora de La ciencia de la felicidad, recomienda “renunciar por un tiempo a algo que a uno le encanta y que da por sentado”. Eso hice, y mi amor por mi auto creció después de pasar un día viajando en transporte público, y luego de correr 10 cuadras con mi hijo para llegar, transpirados y agitados, a su clase de gimnasia porque el ómnibus se retrasó 35 minutos. Durante una semana, mi esposa y yo dejamos de ver televisión, de usar el celular e incluso de consumir azúcar. Yo renuncié al café… brevemente.
Este ejercicio temporal nos hizo conscientes del valor de las cosas pequeñas, y prescindir de la cafeína es una de ellas. Sin embargo, ¿cómo podría ayudar a mis amigos enfermos de cáncer tener una actitud de gratitud? ¿O a la pareja que nos contó que iba a divorciarse? ¿O al angustiado padre de tres chicos que me dijo que no encontraba trabajo?
“La gratitud nunca es más importante que en esos momentos, cuando nos parece que todo está perdido”, dice Emmons. “Encontrar algo que agradecer nos puede salvar de la desesperación absoluta, lo que no pasa cuando adoptamos una actitud de autocompasión y queja”. Comprobé esta verdad cuando empecé a llevar en mi auto al hospital a un amigo mío que padece linfoma, para que recibiera sus sesiones de quimioterapia. A pesar de su sufrimiento (o tal vez debido a él), nuestra relación se hizo más estrecha. “Cuando me enfermé, me di cuenta de que había pasado años preocupándome por cosas que no significan absolutamente nada”, me confesó. “Ahora, disfrutar lo que me quede de vida es lo que más me importa”.
Reflexioné en las palabras de mi amigo durante el vuelo a Scranton, mientras escribía borrador tras borrador de mi carta a la señorita Riggi. Pensaba que me había quedado perfecta, pero cuando entré al aula, con mi hijo a mi lado, me sentía más nervioso que en muchos años.
La señorita Riggi era más bajita de estatura de lo que yo recordaba, pero la reconocí de inmediato, con su cabello todavía largo y negro y sus ojos expresivos e inteligentes. Después de darnos un abrazo respetuoso y de conversar unos minutos, nos pusimos cómodos. Tomé aliento y empecé a leer la carta en voz alta:
— Quiero darle las gracias por el gran impacto que ha tenido en mi vida. Hace casi 30 años, usted me introdujo a las maravillas de la palabra escrita. Su pasión por los relatos y los personajes y su entusiasmo por la literatura me hicieron cobrar conciencia de que existía un mundo que tenía mucho sentido para mí. Pensé que mi vida sería extraordinaria si pudiera compartir historias con la gente.
Tras leer unos cuantos renglones más, sucedió. Al estar sentado allí, con mi primera mentora escuchándome, atenta y conmovida, y mi hijo sobre mi regazo, la emoción me embargó. El tiempo se desvaneció, y lo único que me importaba era ese sencillo acto de compartir. Sentí que hablaba por generaciones de alumnos cuando le dije a la señorita Riggi:
“El tiempo pasa rápidamente. Los recuerdos se van haciendo borrosos hasta que se esfuman, pero yo jamás olvidaré la emoción de llegar a su clase todos los días”.
Seligman tenía razón respecto a las lágrimas. Los ojos de mi maestra y los míos se llenaron de ellas. Y no sé si fue la enorme sonrisa que la señorita Riggi me regaló cuando terminé de leer la carta, o la forma como la apretó contra su pecho cuando nos despedimos, o el simple alivio de haber compartido con ella lo que había guardado en mi corazón durante tanto tiempo, pero la sensación de paz y alegría permaneció mucho después de que mi hijo y yo volvimos a casa.
Desde entonces, he escrito cartas de gratitud a otras personas, y tanto mi esposa como yo recurrimos a ellas cuando nos sentimos abrumados por la vida. Sigo teniendo frustraciones ocasionales, pero he aprendido que la gratitud tiene eco, y que su resonancia es bastante fuerte como para acallar los gruñidos de un hombre mientras lava los platos.