¿El amor es algo que ocurre sin explicación? ¿O es posible generarlo voluntariamente? En 1997 el psicólogo Arthur Aron realizó un singular experimento sobre...
En los años 90, el psicólogo Arthur Aron logró que dos desconocidos se enamoraran en su laboratorio. En 2013 decidí probar su técnica, y así fue como me encontré en un puente a mitad de la noche mirando a los ojos a un hombre durante cuatro minutos. Me explicaré: unas horas antes esa noche, aquel hombre y yo habíamos salido solos por primera vez. Era un conocido de la universidad al que a veces me encontraba en el gimnasio, y un día pensé: ¿Por qué no? Estábamos tomando la primera cerveza cuando de pronto me dijo:
— Creo que, teniendo algunas cosas en común, uno podría enamorarse de cualquiera. Si fuera así, ¿cómo elegirías a alguien?
— De hecho, hay psicólogos que han intentado hacer que dos personas se enamoren —respondí tras recordar el estudio de Aron.
Y entonces le describí el estudio. Un hombre y una mujer entran al laboratorio por puertas distintas. Se sientan frente a frente y se hacen una serie de preguntas cada vez más íntimas. Luego se miran en silencio a los ojos durante cuatro minutos exactos. A los seis meses esa pareja estaba casada.
— Intentémoslo —dijo él.
Debo decir que, en primer lugar, estábamos en un bar, no en un laboratorio; segundo, no éramos desconocidos. Y no solo eso: ahora sé que uno no propone ni acepta intentar un experimento diseñado para hacer que surja el amor entre dos personas sin estar dispuesto a que eso ocurra.
Busqué en Google las preguntas de Aron; eran 36. Durante dos horas estuvimos pasándonos mi iPhone el uno al otro, alternando preguntas y respuestas. Al comienzo eran inofensivas: “¿Te gustaría ser famoso? ¿De qué manera?” “¿Cuándo fue la última vez que cantaste a solas? ¿Y para otra persona?” Luego se volvieron más inquisitivas. En respuesta a “Mencioná tres cosas que pienses que tu interlocutor y vos tienen en común”, mi acompañante me miró y dijo:
— Creo que estamos interesados el uno en el otro.
Sonreí y tomé un trago de cerveza mientras él nombraba dos cosas más que teníamos en común y que pronto olvidé. Nos contamos cuándo fue la última vez que habíamos llorado, qué nos gustaría preguntarle a una adivina y cómo era la relación que cada uno tenía con su madre. Me gustaba ir descubriendo cosas de mí a partir de mis respuestas, pero me agradaba aun más conocer cosas sobre él.
Todos tenemos algo que contar acerca de nosotros mismos a conocidos y extraños, pero las preguntas de Aron no permitían evocaciones. No me sentía más incómoda cuando tenía que hacer confesiones, sino cuando debía expresar una opinión sobre mi interlocutor. Por ejemplo: “Decile a la otra persona qué te gusta de ella; hablá con sinceridad esta vez, y expresá lo que probablemente no le dirías a quien recién conocés”. Es un deleite escuchar las cosas que otra persona admira de uno. No sé por qué no nos elogiamos sinceramente unos a otros con más frecuencia.
Terminamos a la medianoche, luego de conversar mucho más de los 90 minutos del experimento original. Miré a mi alrededor y sentí como si acabara de despertar.
— No estuvo tan mal —dije—. Definitivamente, fue menos incómodo que lo que será la parte final: mirarnos a los ojos.
— ¿Creés que debemos hacer eso también? —repuso él—. ¿Acá?
Comenté que el bar era un sitio extraño, demasiado público.
— Podríamos ir al puente —dijo él, mirando hacia la ventana.
Era una noche tibia. Caminamos hasta la mitad del puente y nos pusimos frente a frente. Luego saqué mi celular y programé el cronómetro.
— Listo —anuncié, y tomé aire.
— Listo —dijo él, sonriendo.
He esquiado por pendientes empinadas y escalado paredes rocosas, pero mirar a alguien a los ojos en silencio durante cuatro minutos fue una experiencia electrizante y a la vez aterradora. Pasé dos minutos intentando tan solo calmar mi respiración.
Sé que los ojos son la ventana del alma, pero en ese momento no solo estaba mirando el interior de alguien, sino que esa persona también estaba mirando mis adentros. Una vez que se disipó el pánico, ocurrió algo inesperado: me sentí llena de emoción y maravillada. Una parte de ese asombro provenía de mi vulnerabilidad, y otra parte de lo raro que es decir palabras una y otra vez hasta que pierden sentido y se convierten en lo que realmente son: mezclas de sonidos.
Lo mismo ocurrió con los ojos. El nerviosismo que me producían se esfumó, y entonces descubrí su increíble belleza biológica: la perfección esférica del globo ocular, la musculatura visible del iris, y la húmeda y lisa superficie de la córnea. Ver eso era inquietante y a la vez un deleite.
Cuando sonó el cronómetro me sobresalté, pero también me sentí aliviada. La mayoría de nosotros concibe el amor como algo que nos sucede, pero el estudio de Aron presupone que el amor es una acción, que lo que le importa a mi compañero me importa a mí porque tenemos al menos tres cosas en común, porque nos llevamos bien con nuestras madres y porque me dejó mirarlo a los ojos.
Es cierto que no podemos elegir a quién nos ame, ni suscitar amor basados solo en la conveniencia. La ciencia dice que nuestras hormonas hacen gran parte del trabajo, pero yo he empezado a pensar que el amor es más flexible de lo que creemos. El estudio de Arthur Aron me enseñó que es posible, y hasta fácil, generar confianza e intimidad, los sentimientos que el amor necesita para florecer.
Tal vez se estén preguntando si mi compañero y yo nos enamoramos. Así fue. Aunque difícilmente puedo darle todo el crédito a las premisas del experimento de Aron, sí nos facilitó una relación que consideramos voluntaria. Permanecimos varias semanas en el espacio de intimidad que conseguimos crear aquella noche, esperando ver en qué podía convertirse.
El amor no fue algo que nos sucediera. Nos enamoramos porque esa fue nuestra elección.
Cuatro preguntas íntimas
En un estudio llevado a cabo en 1997 por la Universidad de Stony Brook, en Nueva York, Arthur Aron decidió averiguar si sería posible suscitar intimidad entre dos desconocidos a partir de una serie de 36 preguntas que debían hacerse el uno al otro.
Aquí cuatro de esas preguntas:
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Si pudieras elegir a cualquier persona del mundo, ¿a quién invitarías a tu casa a cenar?
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¿Cómo sería un día “perfecto” en tu vida?
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Si pudieras elegir entre vivir 90 años o conservar la mente y el cuerpo de una persona de 30 durante los 60 años finales de tu vida, ¿qué preferirías?
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¿Tenés una corazonada secreta sobre cómo vas a morir?