Sin dudas,
la vida es mejor compartida. Pero ¿en qué consiste la empatía, esa facultad exclusivamente
humana?
Sin el sostén de un confidente, de un amigo o de un cónyuge, ¿quién estaría en condiciones de afrontar las penas de la existencia? La empatía es esa capacidad eminentemente humana de saber por lo que está pasando el otro, tanto si llora como si ríe o admira una puesta de sol.
Pero ¿cuál es la importancia de la empatía?
Compartir las emociones
La empatía es la facultad de comprender desde el interior lo
que el otro piensa y siente. La simpatía se define como el hecho de poner en
parte los pensamientos y sentimientos en consonancia con los del otro. «Siento
simpatía por él» significa «Me identifico en parte con lo que él piensa y con
lo que él siente, no me conformo con entender lo que pasa, me asocio a ello».
La simpatía conserva una cierta distancia que se anula con la compasión: en
este último caso, el confidente siente un sufrimiento real en el contacto con
el sufrimiento del otro.
Lo que determina el paso de la empatía a la simpatía, luego
de la simpatía a la compasión, es el grado de distancia con las emociones del
otro. El cerebro está dotado de estructuras que permiten identificar las
emociones y reproducirlas en uno. Puede aceptarlas en su totalidad o tomar
distancia para protegerse de ellas.
Pueden distinguirse, por lo tanto, tres grados de «contagio
emocional». Cuando este último es controlado, como es en el caso de la empatía,
permite saber lo que siente el otro pero sin quedar invadido por esto. Un
psicoterapeuta puede estar en empatía con su paciente, pero no obligatoriamente
en simpatía, ni en una relación de compasión. En ciertos casos, se puede
incluso tratar de identificar las emociones del otro con fines destructivos: la
crueldad o el odio suponen que uno conoce el dolor experimentado por su enemigo
y que sabe cómo aumentarlo.
Un interés no siempre desinteresado
El altruismo, paradójicamente, no implica necesariamente la
emoción. El altruismo humanista de Kant, por ejemplo, es una postura filosófica
de principio que manda no hacerle a los otros lo que no quisiéramos que nos
hagan.
Los biólogos y los psicólogos distinguen, en general, cuatro
tipos de altruismo: el altruismo de parentesco, que nos mueve a consagrarnos a
aquellos que comparten una porción de nuestro patrimonio genético (una madre por su hijo); el altruismo recíproco, en el cual el comportamiento altruista
implica una contrapartida (te ayudo para que tú me ayudes más adelante); el
altruismo guerrero, que lleva a ciertos individuos a arriesgar su vida por su
grupo, su patria o sus ideas; y, finalmente, el altruismo «publicitario», un
comportamiento que ensalza nuestro prestigio. El gusto de los demás y nuestra
imagen ante los demás (las celebridades que fundan organizaciones caritativas y
se lo hacen saber a su público). En ese caso, el individuo obtiene de manera
indirecta beneficios de su comportamiento.
Por lo demás, ninguno de esos altruismos es enteramente
desinteresado. Muy a menudo, los comportamientos altruistas varían en función
de las circunstancias y de las «estimulaciones» propuestas. Culpabilizar a
alguien lo volverá más generoso durante algún tiempo; un hombre puede mostrarse
altruista en la calle si ve que una linda mujer le sonríe, pues gracias a su
aprobación tendrá una mejor imagen de sí mismo y su ego se encontrará halagado
por ello. Para concebir un altruismo puro, hay que volverse hacia los grandes
mensajes filosóficos o hacia la compasión emocional espontánea, predicada por
ejemplo por el budismo.
El altruismo es entonces una postura compleja, sujeta a mil
influencias. Por cierto, hace intervenir la empatía, pero también el deseo de
valorizarse o de regular las propias emociones, esencialmente el sentido de la
culpabilidad.
Cuestión de distancia
La comprensión de la empatía ha progresado mucho desde el
descubrimiento de las neuronas espejo. Situadas en la zona frontal premotora,
estas neuronas tienen la particularidad de activarse de manera idéntica cuando
vemos a alguien realizar una acción o cuando la realizamos nosotros mismos.
Cuando miramos a alguien que llora, nos preparamos a llorar
también, pero sin hacerlo necesariamente. El mimetismo está presente en
potencia, pero el pasaje al acto depende de las barreras que oponemos al
sentimiento de tristeza. Las neuronas espejo están en el origen de un mimetismo
de acción y no de un sentimiento. Percibimos los movimientos del rostro de
nuestro interlocutor y las neuronas espejo los reproducen como lo haría un
mimo. Ahora bien, sabemos que la mímica de una emoción puede llevar a experimentar
sus inicios.
Cada uno es libre, a continuación, de dejar que esta emoción
haga eclosión o de retenerla para mantener una relación de mayor distancia con
su interlocutor.
Se han identificado dos centros cerebrales que permiten
compartir la emoción del otro sin ser completamente atrapado por su vivencia.
Se trata del lóbulo frontopolar mediano y de la corteza parietal inferior
derecha, que nos permiten no sumergirnos en una vivencia idéntica a la de
nuestro interlocutor y guardar las distancias.