Nos encanta
culparlos por todos nuestros males, pero ¿qué peso real tienen los genes a lo
largo de nuestra vida?
Al estudiar varias
generaciones de familias suecas, unos científicos constataron que existía
una relación entre la alimentación de los abuelos y algunas características
fisiológicas de sus nietos.
Descendientes de
generaciones que sufrieron malnutrición durante la infancia parecen, en efecto,
menos afectados por enfermedades cardiovasculares y diabetes que otros, y esto
ocurre sin que su genoma presente alguna alteración explicable.
Entonces, la
respuesta a un factor externo puede ser transmitida sin pasar por los genes.
Factores medioambientales, como contaminantes, tabaco, estrés, o según lo
demuestra este ejemplo, la alimentación crean una especie de marca que
influye la o las generaciones siguientes al modificar la lectura de su
genoma.
Estos legados de
caracteres adquiridos muestran muy bien que lo innato y lo adquirido se
combinan y que los genes (lo innato) se pueden modificar por la marca medioambiental.
Por otra parte,
existe un componente, claramente genético de la inteligencia debido al
cableado del cerebro que está codificado por el genoma. El intelecto puede
revisarse por las modificaciones hereditarias de la transcripción del genoma,
así como por la influencia de factores sociales, económicos y culturales sobre
la plasticidad del cerebro.
Las neuronas,
como los genes, forman una red y las conexiones neuronales, las sinapsis,
están modeladas por la experiencia y el aprendizaje. Además de los genes
que fijan la cantidad de neuronas, su distribución en las áreas cerebrales y
las aptitudes del cerebro, también existen, sencillamente, las lecciones de
vida. Al final, lo que forma un adulto es la herencia precoz destilada de forma
progresiva durante la infancia y en la adolescencia.
¿Existen los buenos genes?
Una buena manera
de explorar la parte hereditaria de la inteligencia es estudiar a los
gemelos monocigóticos educados por separado. Si la inteligencia fuera tan sólo
hereditaria, entonces, los gemelos monocigóticos tienen un intelecto igual. El psicólogo
inglés Cyril Burt logró demostrar este postulado, entre los años 1940 y 1950.
Los resultados de estos trabajos son inapelables:
la correlación entre el CI de los gemelos monocigóticos educados por separado
era de 0,77; contra 0,54 para los mellizos dicigóticos. Para Burt, la
inteligencia era, en esencia, hereditaria. Pero, en la década de los setenta,
se pudo comprobar que el psicólogo había falsificado los datos para que correspondiesen
con su visión de la inteligencia.
En realidad, a
pesar de los numerosos estudios realizados, ninguno pudo llegar a demostrar
el carácter puramente hereditario del intelecto. Por razones metodológicas,
ante todo: los gemelos monocigóticos educados por separados son escasos y los
que lo son viven, a menudo, con parientes cercanos. El estudio de gemelos o de
hermanos que crecen con sus padres biológicos, en verdad, no prueba nada: en
este caso, ¿cómo determinar la parte de herencia y la de impregnación
familiar en las capacidades de cada persona?
De hecho, nada
prueba que la inteligencia sea hereditaria completamente... ¡y nada puede
evidenciar lo contrario! El azar puede explicar el intelecto común de un padre
y de su hija, pero ¿puede justificar el de un padre, una madre y de todos sus
hijos? Sin duda que existe, entonces, una parte heredada en la inteligencia.
Nacemos con ciertas capacidades que el medio social, la cultura familiar, pero
también las buenas escuelas, reconocen, alimentan y acrecientan. Un niño con
pocas habilidades adoptado por una familia ávida de contactos y de cultura
desarrollará al máximo los valores que éste posea. Un niño educado en una
familia que no tenga gran curiosidad intelectual evolucionará en forma modesta,
a menos que algunos elementos externos, por ejemplo la escuela, lo estimulen.