Algunos científicos intentan representar el cerebro como si
se tratara de una construcción arquitectónica.
Esto es, sus dos hemisferios unidos por el corpus callosum.
Una que otra persona se acordaría del cerebelo (ubicado atrás, en la nuca) y lo
agregaría como una “habitación trasera”. Por supuesto, estudiantes de medicina
o médicos clínicos nos dirían que faltan algunos módulos “subterráneos”
pequeños (debajo de los hemisferios) como el diencéfalo y el bulbo raquídeo,
entre otros. Pero el modelo sería simple: un rectángulo o una elipse
dividida en dos, con espacios especializados dentro de ellos: la habitación
donde se planea el largo plazo (neocórtex), la que se ocupa de la visión
(córtex visual), etc. Actualizando la analogía al siglo XXI podemos cambiar
las habitaciones por chips y tarjetas gráficas inmersas en racimos de cableados
que van de un lado para otro. Pero, lo intuimos, si nuestro cerebro fuera
tan sencillo hace tiempo lo entenderíamos muy bien. Y no es así. La razón
parece ser que, al igual como para crear algo tan simple como un lugar
tranquilo e imponente destinado a la oración religiosa, los seres humanos
construimos objetos tan complejos y sorprendentes como las catedrales, la
evolución creó su propia “catedral” para resolver incógnitas tan poco
dramáticas como “¿tomo café o té en el desayuno?”. Y una que está repleta
de partes o habitaciones, habitáculos o aposentos de hasta 11 dimensiones o
lados. Es la conclusión sorprendente que dio a conocer uno de los equipos que
integran el Blue Brain Proyect, a mediados de 2017. En acción desde 2005, el
proyecto Blue Brain estudia la estructura del cerebro de los mamíferos
creando una simulación de todo el cerebro a nivel molecular. Se busca
entender su funcionamiento y explicar qué pasa cuando las cosas andan mal.