Es cierto que los teléfonos celulares y otros dispositivos portátiles nos hacen la vida más fácil, pero pagamos un precio.
Son las 7:30 de la mañana de un jueves y Claire O’Connor está ayudando a su hija Blaise, de siete años, a prepararse para ir a la escuela, sin dejar de ver su BlackBerry. Por la noche, mientras dormía, esta asesora de relaciones públicas, de Nueva York, recibió más de 25 mensajes electrónicos y está ansiosa por leerlos. “Mi negocio depende de que los clientes puedan localizarme cuando lo necesitan”, dice. Hoy, “cuando lo necesitan” significa en cualquier momento.
Esta noche, antes de irse a la cama, Claire habrá hecho unos 100 llamados telefónicos y enviado o leído unos 400 e-mails y 20 mensajes de texto. No la consuela pensar que sólo algunos de los mensajes requieren atención urgente, pues para saber cuáles son tiene que revisarlos todos. Tratará de estirar el tiempo para ponerse a trabajar. “Siento que nunca se termina el día”, dice. Siempre hay alguna cosa pendiente, un llamado o un mensaje más. Vaya a donde vaya, jamás sale sin su BlackBerry y su teléfono celular.
Vivimos siempre ocupados
Como la mayoría de las personas responsables, Claire creció creyendo que tenía que hacer la tarea antes de salir a jugar. Ahora, para ella y para muchos de nosotros, la tarea parece nunca terminar. Las encuestas indican que el empleado de oficina medio envía y recibe 108 e-mails diarios: un alud que puede llevar horas revisar. Incluso cuando logramos resolver las cosas pendientes y escapar del escritorio, a la mayoría de nosotros nos pueden localizar por teléfono celular u otro dispositivo portátil. Es cierto que estos aparatos nos hacen la vida más fácil, pero pagamos un precio.
“La tecnología nos permite hacer cosas que antes no podíamos, y eso es muy bueno”, dice el doctor Edward M. Hallowell, autor del libro CrazyBusy. “Lo malo es que es adictiva y podemos hacer uso de ella hasta quedar exhaustos”.
Hay pocas pruebas de que el frenético ritmo de la innovación tecnológica haya vuelto la vida más agradable; de hecho, quizá la esté volviendo más pesada. Según una encuesta realizada en 2007 por la Asociación Estadounidense de Psicología (APA, por sus siglas en inglés), el 48 por ciento de las personas afirma que su vida se ha vuelto más estresante en los últimos cinco años. La comunicación electrónica no ha reducido la avalancha de correo tradicional, memorandos, libros, revistas y otros materiales impresos que la mayoría de la gente lee para estar al día. No sorprende, pues, que más de un tercio de las personas encuestadas por la APA haya dicho que uno de los principales factores que aumentaban su estrés era que el trabajo cada día invadía más su tiempo personal.
¿Cuándo parar con el trabajo?
“Los humanos tendemos a hacer todo lo que nos es posible”, dice el arquitecto Richard Saul Wurman. Si sumamos a esta compulsión nuestro constante contacto con la gente, el día laboral jamás termina. Para mucha gente, los principales culpables son los aparatos inalámbricos, como los celulares y los BlackBerry. Nos facilitan mucho comunicarnos con quien sea, en cualquier instante, y como siempre hay información disponible en Internet, uno nunca se detiene. Además, estamos expuestos a lo que Wurman llama “no información”: un alud de datos brutos en la Red que aumenta nuestra ansiedad porque no podemos digerirlo todo, pero aun así lo intentamos. “Si uno cede a eso, la búsqueda nunca termina”, señala el doctor Hallowell. “Hay que reconstruir los límites borrados por la tecnología”.
Claire O’Connor recuerda cuando esos límites eran claros: “Hasta hace unos años, me veía forzada a dejar de trabajar en cierto momento; por ejemplo, cuando ya era muy tarde para hacer llamados telefónicos”. Ahora, para tomar un descanso, literalmente se esconde en una montaña, en su casa de campo en Pensilvania. “Allí no hay señal para los celulares”, dice. “Si ponen una antena, voy a vender la casa”.
La tecnología: En busca de emociones pasajeras
A los humanos nos atrae todo aquello que nos permite escapar del tedio del trabajo, y la era inalámbrica nos ofrece infinidad de distracciones momentáneas. El aluvión de e-mails, mensajes de texto e información nueva en Internet constituye un flujo constante de interrupciones que podemos bloquear (o que puede saturarnos) en cualquier instante.
Hemos desarrollado lo que el doctor Hallowell y sus colegas llaman trastorno de déficit de seudoatención. Nuestro cerebro está entrenado para explorar constantemente el universo de los mensajes y la información en busca de emociones breves. Tocamos la superficie de las cosas, pero nunca ahondamos en ellas y pasamos rápidamente a la siguiente distracción.
El correo electrónico quizá sea la peor de ellas, y tiene un efecto más alarmante que sólo hacernos perder el tiempo: aumenta mucho el estrés. Según los expertos, cada mensaje nos obliga a hacer múltiples juicios, lo que sobreexcita nuestras neuronas: ¿Es urgente que responda? ¿Por qué me envió una copia a mí? ¿Por qué le envió copia al director? ¿Por qué no me contesta? ¿Está enojado, o malinterpreté su tono?
Cada una de estas preguntas nos provoca estrés. Hablar en persona o por teléfono es distinto; el tono de voz y el lenguaje corporal dan un mejor contexto para entender.
Alud informativo en la era de la tecnología
“Hoy día recibimos más información en 72 horas que la que nuestros padres recibían en un mes”, dice el experto David Allen. “La mayoría de las personas carece de la habilidad para lidiar con eso. Aceptan la información nueva, pero les cuesta trabajo deshacerse de la antigua”.
Por lo que toca a la salud física, la avalancha informativa puede ser muy peligrosa. La razón es que muchos enfermos indagan sobre sus síntomas en Internet, les muestran a sus médicos copias impresas de lo que encuentran y con frecuencia exigen que les cambien los tratamientos.
Evitar que la desinformación digital dañe a sus pacientes es la nueva preocupación de la doctora Donna Sweet, profesora de la Facultad de Medicina de la Universidad de Kansas, en Wichita, y es una carga de trabajo que se suma a todo el material impreso y electrónico que debe leer. “Tengo muchos pacientes listos y sus averiguaciones son útiles —dice—, pero muchos otros me traen información dudosa que no comprenden”.
La doctora revisa todo y trata de aleccionar a sus pacientes sobre lo que leen. Cada día lo hace menos en persona: ellos le plantean sus dudas por correo electrónico. A la mayoría les contesta por teléfono, porque el riesgo de que un e-mail se malinterprete es muy alto.
El intercambio rápido de mensajes electrónicos entre colegas también puede ser peligroso, de modo que la doctora Sweet les pide que, antes de ventilar un asunto con algún compañero o administrador, le envíen un mensaje a ella primero, sobre todo después del horario de trabajo. Sabe por experiencia que las personas que escriben y envían mensajes cuando están enojadas, a menudo se arrepienten. Antes de que existiera la comunicación instantánea, la gente tenía tiempo para calmarse.
Los nativos digitales
Para Griffin Kiritsy, estudiante de primer año de la Universidad de Nueva Hampshire, el correo electrónico no es ningún problema. “Envío y recibo cientos de mensajes de texto todos los días, pero sólo unos 10 e-mails”, afirma. A sus 19 años, considera lo más normal del mundo estar casi todo el día en contacto electrónico con sus amigos. Entre ellos, un mensaje de texto es una palmada virtual en el hombro; el celular, más que un teléfono, es un intercomunicador de larga distancia, y los sitios web no sólo son fuentes de información, sino lugares de reunión. Cuando Griffin usa su teléfono inalámbrico para enviar mensajes de texto, mueve los dedos con la misma facilidad con que respira.
Después de clases se entretiene jugando en su Xbox 360 con un amigo que vive en Australia, y hablando de nimiedades a través de los audífonos de la consola. Pasa cuatro horas por día en la Red, y a menudo escribe cientos de mensajes instantáneos para una decena de amigos a la vez.
Pero nunca los domingos. “Ese día apago mi teléfono celular y no uso ningún otro aparato electrónico”, asegura. “Leo, hago ejercicio, me relajo y recargo baterías”.
El lunes vuelve a la universidad, y a leer mensajes instantáneos y comentarios de sus amigos en páginas personales en Internet. Eso sí, no quiere que se piense que es un obsesivo.