Julio Bevione reflexiona sobre cómo poner fin a las cadenas de dolor que nos mantienen atados.
Sin que Carlos me lo dijera, mientras me contaba los problemas que tenía con su esposa, supe que había asuntos pendientes en la relación con su madre. Según él, su esposa no lo entendía, estaban distanciados y su matrimonio no funcionaba. También habló de su infancia, de los años que vivió con su madre y de que nunca pudo sentirse tan cerca de ella como hubiera querido.
Al vivir con ellos, o con quienes nos criaron de chicos, fuimos aprendiendo a definirnos. Lo que hoy nos molesta tanto de ellos son sombras que nos persiguen, pero en vez de asumir la responsabilidad de cambiar, gastamos energía tratando de conseguir que nuestra pareja se sienta culpable o, por lo menos, que sea ella la que cambie.
El legado de nuestros padres se manifiesta en nuestras creencias, estilo de vida, actitudes y, sobre todo, en la manera de relacionarnos con los demás. En muchas ocasiones, para “vengarnos” de nuestros padres, herimos a nuestra pareja, jefe o amigos, en vez de decidirnos a cortar los lazos del dolor. O bien, les pedimos a las personas cercanas a nosotros lo que no hemos recibido de nuestros padres.
Como Carlos nunca sintió el apoyo de su madre —aunque no haya carecido de él realmente, sino que esa es su percepción—, las personas con quienes trata hoy lo rechazan mientras él hace todo por complacerlas. Esto le ocurre con su esposa, con su jefa e incluso con sus hijos. Y esas interacciones son terreno fértil para la codependencia, una de las situaciones más desgastantes en las relaciones interpersonales.
Carlos me preguntó qué podría hacer, y yo le aconsejé lo siguiente:
- Reconocer el legado. Le sugerí que hiciera una lista de todo lo que le molestaba de su esposa, y otra de sus relaciones en general. Luego, para entender las razones de su enojo, que analizara si esa forma de relacionarse la había aprendido de sus padres o de otra figura importante en su vida, especialmente en los primeros años de su niñez.
- Cortar los lazos simbólicamente. No necesitamos hacerlo en presencia de nuestros padres, porque es nuestra versión de la historia y de nosotros depende cerrar las heridas. Podemos ayudarnos realizando una ceremonia que simbolice la ruptura de los lazos del dolor. Sentados en silencio, pensemos en lo que nos molesta de nosotros mismos —actitudes, temores y modo de ver la vida— para saber de quién lo heredamos; luego, reconozcamos que lo hicimos nuestro inconscientemente, pero que no nos pertenece. Es lo que aprendimos de nuestros padres (o de quienes nos criaron) y debemos sentirnos agradecidos con ellos, pero podemos empezar a seguir un camino diferente porque tenemos autoridad sobre nuestra vida.
- Elegir otro camino. ¿Cómo cambiar positivamente nuestra manera de relacionarnos? Le aconsejé a Carlos que se diera tiempo para analizarse a fondo, reconocer sus necesidades y pensar en una nueva forma de relacionarse, a partir de lo que él es en realidad, no de lo que no desea ser; desde el amor, y no desde el miedo. Le dije que tuviera en cuenta lo que quiere, lo que puede ofrecer a los demás y lo que necesita de ellos, para poder pedírselo con sinceridad.
Aquel día, Carlos por fin pudo romper una cadena de dolor que lo tuvo atado durante años; sin saber por qué sus relaciones no florecían. De cada persona que hemos recibido amor, hemos aprendido una manera de vivir, pero llega un momento en que debemos decidir qué es lo que sentimos como propio y lo que no, para devolver lo ajeno con el mismo amor con que nos lo dieron.