Lo que una médica piensa, siente y sufre cuando tiene que enfrentar a un paciente y sus familiares con tristes noticias.
Conocí a Burt, un hombre de 53 años, ojos azules y aspecto sano, el lunes anterior al Día del Trabajo. Había tenido cáncer dos años antes. Estaba en remisión, pero llevaba semanas con un dolor lumbar insoportable. Una nueva tomografía mostraba que el tumor se le había extendido al hígado, los huesos y la médula espinal, y que esa era la causa del dolor. Si hubiera sido mi hermano, me habría derrumbado. Pero soy oncóloga radioterapeuta, y él era mi paciente. Traté de ayudar a la familia a afrontar la pesadilla de Burt: la casi certeza de que le quedaban pocos meses de vida y que muy probablemente ningún tratamiento lo salvaría. Le dije a Burt que disfrutara el tiempo con su familia e hiciera las cosas que más le agradaran.
Luego le describí un plan de dos semanas de radioterapia en la médula espinal. La iniciamos ese lunes, y Burt mejoró rápidamente. Para el jueves, ya no tenía dolor. Él, su esposa, su hijo y yo estábamos en la sala de examen, muy contentos por los resultados.
—Hay una cosa —me dijo Burt—. Siento algo extraño en la pierna derecha. Creo que me desgarré un músculo al bajar de la cama.
Yo no noté ningún cambio, pero aun así le respondí:
—Vamos a estar atentos.
El viernes, la familia llevó a Burt a mi consultorio en silla de ruedas: se le habían paralizado las piernas. Me quedé helada. La razón más probable era que, a pesar de la radioterapia, el tumor seguía creciendo. Una parte de mí quería gritar: Es lo más terrible que pueda imaginarme. Este hombre tan fuerte ¡ahora tiene que levantarse las piernas con las manos! También deseaba llorar de ira y frustración por la crueldad del cáncer. Sin embargo, tenía que hacer lo que los médicos hacen: mantener la calma, revisar los antecedentes, practicar un examen, trazar otro plan...
Fui a mi consultorio, me senté y cerré los ojos; luego, tomé el teléfono y concerté una consulta de urgencia con un neurocirujano amigo mío. Regresé para hablar con Burt, que miraba fijamente la pared.
—Lo que está pasando no es normal —le dije—. La radioterapia debió de haber funcionado, pero creo que el tumor sigue creciendo, y mi única esperanza es que un cirujano pueda extirpar parte de él. No sé si pueda, pero el tumor no desaparecerá solo. Burt, un neurocirujano tendrá que operarlo este fin de semana.
Él seguía sin mirarme a los ojos.
—Este será mi último Día del Trabajo —dijo de pronto—. Lo íbamos a pasar en nuestra cabaña. Pensábamos ir de pesca por la tarde.
A los oncólogos nos enseñan que hay momentos en que las palabras no sirven de nada, así que guardé silencio, en parte porque no tenía palabras y en parte porque la voz no me salía. Burt miró el suelo y cerró los ojos. Tras una larga pausa, alzó la mirada, esbozó una sonrisa y dijo:
—Haré lo que me pida, doctora. Lo que usted mande.
El neurocirujano reservó un quirófano para las 9:30 de esa noche. Me fui a casa, y no dejé de pensar en Burt durante horas. Al otro día, cuando me levanté, encontré un mensaje en mi buzón electrónico. “Hola”, había escrito el neurocirujano a las 6 de la mañana. “Burt está mejor después de la descompresión de los segmentos espinales L3 y 4”. Eso significaba que la operación había sido exitosa: Burt podía mover las piernas otra vez. Seis semanas después, con ayuda de un bastón y una andadera, pudo ir a la cabaña con su familia. Pescaron al caer la tarde, como deseaba. Vivió casi tres meses más.