El clásico “Estoy aburrido” es esencial para el desarrollo
de los más chicos.
“Papá, mamá: ¡me aburro!”. Esta frase, normalmente emitida
en tono quejoso, es un clásico de la infancia. Que levante la mano aquel que no
la haya pronunciado o escuchado alguna vez. La diferencia, sin embargo, reside
en que en el siglo XX, cuando una criatura manifestaba en voz alta su
aburrimiento, las respuestas más comunes por parte de sus padres podían oscilar
entre la más completa indiferencia, un vago “ya encontrarás algo que hacer” e,
incluso, una frase del estilo como: “Ve a la esquina a ver si está lloviendo”.
Independientemente del grado de intensidad de la respuesta, lo cierto es que,
hasta no hace demasiado, el que un niño se aburriera no preocupaba a sus padres.
Lo anterior, porque ser padres implicaba muchas cosas (como criar hijos sanos y
que estudien), pero no conllevaba el ejercer de animadores de las existencias
de sus chicos, para así evitarles a toda costa el fantasma del aburrimiento.
Hoy, las cosas han cambiado. En una sociedad hiperactiva, en la que el no
tener tiempo se ha convertido en un símbolo de estatus, el aburrimiento es un
sinónimo de fracaso. Y para los bienintencionados progenitores del siglo
XXI, el que un descendiente pronuncie las palabras “me aburro” equivale a una
falla como padres.
Los niños de hoy, criaturas dependientes
Uno de los derivados de la híperpaternidad —el modelo de
crianza en boga en las clases medias y altas de Occidente, completamente
centrado en el niño—, es lo que hace responsables a los padres del
entretenimiento de los hijos. Además de ser secretarios, choferes,
guardaespaldas, mayordomos y managers, los híperpadres también han de ser
los animadores lúdico-culturales de la prole. Ello significa dotarlos del
mayor número de estímulos posibles a fin de que, ni durante unos minutos
siquiera, el aburrimiento los invada. Para evitarlo existen muchas opciones: de
las socorridísimas pantallas en todas sus variables, a las costosas
“experiencias mágicas” que los hijos han de vivir sí o sí, pasando por la
inacabable oferta de actividades extraescolares y en familia que inundan un
mercado cada vez más floreciente. Esta hiperactividad no solo está
extenuando a padres e hijos, está también arrasando con la capacidad de asombro
infantil y creando criaturas dependientes de sus progenitores para algo tan
clave como es su capacidad para entretenerse. Aburrirse, como lo explica la
doctora Sandi Mann: “Es un arma de doble filo”. Esta psicóloga inglesa lleva 15
años estudiando el aburrimiento y considera que de él han surgido tantas cosas
negativas como positivas. Para Mann, autora de El arte de saber aburrirse,
el aburrimiento ha desempeñado un papel clave en la historia de la humanidad.
Ha sido tanto el desencadenante de guerras como de invenciones que han cambiado
el mundo. Y es que, dependiendo de cómo se enfoque, el aburrimiento puede
ser tanto un estímulo para hartarse de chocolate o incitar una pelea, como para
ponerse a escribir un poema o empezar a reflexionar sobre la existencia. El
aburrimiento, concluye Mann, es una emoción y, como tal, debemos de
identificarla y saber de qué manera gestionarla. Hacerlo, asegura, puede
ser muy beneficioso; en especial para nuestros estimulados hijos, cuyo umbral
de tolerancia al aburrimiento y su capacidad de atención son cada vez más
bajos. En la línea de Mann hay organizaciones como el Foro Económico Mundial
que, aunque está integrado por algunas de las personas más ocupadas del mundo, ha
lanzado un llamado para pedir a los padres que dejen que sus hijos se aburran.
Con el título: “¿Quieren ser buenos padres? Dejen que sus hijos se aburran”, el
Foro se hizo eco de un estudio sobre el impacto del aburrimiento en los niños,
realizado por la socióloga Teresa Belton, de la Universidad de East Anglia,
Inglaterra.